Aparece el esfuerzo con tintes amarillos, también el prodigio, también las manos de pan recién horneadas. Un dulce resplandor de adagio lo anticipa, visto con ojos superlativos, salinos, en el punto exacto de la condensación. Dilatan los párpados, las cuencas se ensanchan, no hay sino corrimientos y brotes tiernos e infatigables.
Hubo un comienzo, o ni siquiera.
Iniciados en el sudor una nueva conciencia salta al vacío. Qué locura, qué innegable locura poder contemplar el trampolín, sentirlo incluso dentro de uno, sin duda, no nos es desconocido. La recta carretera fue una vez un camino de tierra transitado por un numeroso rebaño y un solo pastor (no anunciado). Tres perros le seguían entre berridos. La bruma los perdió. Sus huellas quedaron marcadas en la entraña del tiempo.
Aun un rostro distante es un rostro humano.
Con gesto ausente y repetido coloco un folio de color azul verdoso sobre la mesa. Una lámpara a escasos centímetros parece estar tirada de un suntuoso carro. Hay luz encima, una pluma expectante, una ola que no alcanza su cima. Sin previo aviso, una bandada de cuervos sale acelerada de su reposo de flores apagadas. Un reflejo en la ventana. Una carta a medio escribir.
Encontré la imaginación de pequeño –una cima reluciente en el horizonte-, justo antes de quedar encerrado entre sábanas y un beso en la frente. Era el momento de cerrar los ojos, de apretar mis manos creyendo agarrar para siempre una leve parte del universo y aferrarme a él. Antes era la lámpara, recostado sobre la cama mullida, con un libro de fábulas repleto de imágenes de animales parlantes. Pasaba las páginas como pasan los días, descubriendo que un nuevo mundo se dispone permanentemente ante mí. Así son los ojos que acaban de abrirse, creen que es inevitable poder ver. Al beso sistemático acompañó la oscuridad.
Leo frases de amor en un árbol rasgado. Me había recostado contra el tronco tranquilamente con un libro de poemas del que no saltaba poesía alguna –una sima sin escalas. El acero reluciente habló más en profundidad, también calló e hizo callar concentrando silencios en el campo. Ni hormigas, ni cigarras: unos ojos no formados.
No me hables del mar, mírame a la cara. No me hables de nueces huecas, siente el centro, el último resto del milagro, justo en tu ombligo. Una única estrella cambia la vista que del cielo tengo. Una estrella intermitente trae, en cambio, una insaciable oscuridad que no cesa en repetirse. Ojos cristalizados bajo cero, lágrimas escarchadas en el lagrimal. Y al final, una bolsa de cubitos de hielo en el maletero de un coche.
Ser no sido. Vida no sida. Boca cosida.
Hubo un comienzo, o ni siquiera.
Iniciados en el sudor una nueva conciencia salta al vacío. Qué locura, qué innegable locura poder contemplar el trampolín, sentirlo incluso dentro de uno, sin duda, no nos es desconocido. La recta carretera fue una vez un camino de tierra transitado por un numeroso rebaño y un solo pastor (no anunciado). Tres perros le seguían entre berridos. La bruma los perdió. Sus huellas quedaron marcadas en la entraña del tiempo.
Aun un rostro distante es un rostro humano.
Con gesto ausente y repetido coloco un folio de color azul verdoso sobre la mesa. Una lámpara a escasos centímetros parece estar tirada de un suntuoso carro. Hay luz encima, una pluma expectante, una ola que no alcanza su cima. Sin previo aviso, una bandada de cuervos sale acelerada de su reposo de flores apagadas. Un reflejo en la ventana. Una carta a medio escribir.
Encontré la imaginación de pequeño –una cima reluciente en el horizonte-, justo antes de quedar encerrado entre sábanas y un beso en la frente. Era el momento de cerrar los ojos, de apretar mis manos creyendo agarrar para siempre una leve parte del universo y aferrarme a él. Antes era la lámpara, recostado sobre la cama mullida, con un libro de fábulas repleto de imágenes de animales parlantes. Pasaba las páginas como pasan los días, descubriendo que un nuevo mundo se dispone permanentemente ante mí. Así son los ojos que acaban de abrirse, creen que es inevitable poder ver. Al beso sistemático acompañó la oscuridad.
Leo frases de amor en un árbol rasgado. Me había recostado contra el tronco tranquilamente con un libro de poemas del que no saltaba poesía alguna –una sima sin escalas. El acero reluciente habló más en profundidad, también calló e hizo callar concentrando silencios en el campo. Ni hormigas, ni cigarras: unos ojos no formados.
No me hables del mar, mírame a la cara. No me hables de nueces huecas, siente el centro, el último resto del milagro, justo en tu ombligo. Una única estrella cambia la vista que del cielo tengo. Una estrella intermitente trae, en cambio, una insaciable oscuridad que no cesa en repetirse. Ojos cristalizados bajo cero, lágrimas escarchadas en el lagrimal. Y al final, una bolsa de cubitos de hielo en el maletero de un coche.
Ser no sido. Vida no sida. Boca cosida.
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