Al borde del día, en el filo vago de las sombras, junto a aquellas baldosas apenas perfiladas sentí el desasosiego de una mirada apresándome. Paranoia, me dije, son sólo las copas de más, si no por qué esos diminutos destellos inundando los soportales, o los balcones fluyendo hacia aquellos cristales de la cerveza calentorra que tiré contra el graffiti ‘Terrorista tu padre’. No, no es más que el guiño de un gato pardo bajo el 107, tal vez aquel gato que se me escapó hace años cuando intenté exprimirle medio limón un poco más arriba del lagrimal (¿los gatos lloran?), o uno cualquiera abandonado a los envoltorios grasientos. Qué más da, alguien me mira, me desnuda, quisiera ver ahora a Sarah Jessica y perderme en confesiones sin hora, pero el búho no atrae anuncios cool, una lástima, ni siquiera me cruzaré con una pareja o dos personas férreas pidiendo explicaciones a los árboles cuadrados o llorando por cansancio, fatiga de las suelas gastadas, y me temo que tampoco me veré rodeado por el recién inaugurado reality de Princesa, o por un escaparate de pantallas sonámbulas. No, es alguien quien me mira, quien me petrifica apoyado al banco y me encierra en el paisaje urbano. Dime, lector, si ves vallas que no estén rotas por una pedrada, cómo contener entonces mi elección. Pero me siento amenazado, los colores no son como yo los pinto, ¿seré ya parte de la estampa? Empieza a llover. Joder. Y no tengo sed. Ahora a buscar una parada y refugiarme, rápido, justo cuando la cortina del tercero se corra con agonía. Alguien sigue mirándome, si pudiese siquiera cazarlo de reojo, todo acabaría, pero cedo al desaliento: la lluvia no soporta su gravedad. ¿Qué dirías si un cuadro te reemplaza? “Coño, si es el ojo de algún búho mecánico”
Arden los coches. Siete gitanos me rodean. Sigue lloviendo.
Arden los coches. Siete gitanos me rodean. Sigue lloviendo.
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