domingo, 15 de julio de 2007

Parsimonia

No queda rocío sobre el que cantar.

Varios lustros se han sucedido desde que resido en esta tierra. Mi hijo, un niño de ojos tristes que siempre ha escuchado crujir sus pisadas, sólo conoce estos campos de Castilla por los que caminamos día tras día.

Las mañanas se amontonan entre el seco paisaje. Recuerdo el duro verde cuando poblaba las vistas, cuando el olor era el de la hierba húmeda que pisaba descalzo. Mi niño desconfía. Él me insiste en su mediodía, el del sol borroso aplastando la paja contra el suelo agrietado.

A la hora de la siesta le hablo de árboles en flor, de sonoros ríos y frágiles mariposas de mil colores. Él me responde con ausencias y vacíos, con muslos y serpientes, con todo lo que un niño ha decidido aprender del padre. Día tras día tenemos la misma sorda conversación.

Hoy es diferente, no hay siesta. Caminamos por el campo recogiendo lo amarillo, finos palitos y mudas de la sierpe. Nada que un niño no pueda acarrear. Mi hijo se ha levantado la camiseta y, apretado contra su pecho, lleva dentro de ella nuestra cosecha de otoño. Empieza a ponerse el sol. Regresamos. Después de abandonar la tarde en el suelo, mi niño cae en mis brazos y sus ojos se apagan, al igual que las estrellas ausentes.

Aún no ha amanecido, lo noto, el eco de voces muertas sigue reverberando. Mi hijo continúa durmiendo, hablando en sueños. Vuelvo a donde anoche soltó todos los palitos. Quizás mi hijo no vuelva a despertar. Dejo caer una cerilla prendida..
De pronto el fuego. Es como si ardiesen las pérdidas. Las voces acallan.

Incendio. Tal vez, un incendio poético.

Bienvenidos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ojalá ese hijo despierte de nuevo, y abandone la tierra áspera y cruda que dejan los incendios. Y ojalá se quemen hasta las raíces de su miedo.

"El que ama arde, y el que arde, vuela a la velocidad de la luz"