Entre dos espejos el instante perdido concentra una continua disputa.
Y es que las puertas son de cristal, atravesadas por el destello súbito de un ojo amarillo y atroz. Desde lo alto, por encima de cualquier tótem, por encima de cualquier catedral que, con los brazos abiertos, rasgue las nubes, la luz crea espacios ciertos a partir de la materia insomne y pegajosa que se ancla a cada farola, crea transparencias donde antes un murmullo recorría la espina dorsal de ratas multiplicadas.
Las calles recobran su dimensión, las baldosas se ensanchan apretando al fiero tallo que brota de la simiente olvidada, el asfalto ya no desemboca, ya no es prismático ni sugiere la piel cambiante del océano. La vida cotidiana surge como una explosión de diarios gratuitos y zapatos ávidos, como unas finas hebras que hacen del espacio tiempo y del tiempo grito subterráneo e inaudible. Los Otros claman el bullicio, la algarabía yerma que asesina al silencio; no han afrontado los intersticios huidizos pero les circunda el vacío de sus propios ojos transparentes, el abismo de esas cataratas informes que caen con estrépito sobre una piedra pulida, sobre huesos que son ceniza ahogada e irremediablemente seca.
Sé de un sitio de galerías, de pasadizos intrincados que se cruzan y descienden. Caen hasta la raíz misma: al centro del grito. Desprenden un olor de acero, también de sangre viva. La luz, escasa, exacta, conquista profundidad en la penumbra y permite que las puertas se cierren sobre sí mismas y te encierren allí, en las galerías, en los espejos enfrentados, en huecos palpitantes.
Con los ojos entornados, una flor florece entre el polvo, un delicado mundo se expande, como la música, completamente sobre otro.
Entre eras se esconde.
Y es que las puertas son de cristal, atravesadas por el destello súbito de un ojo amarillo y atroz. Desde lo alto, por encima de cualquier tótem, por encima de cualquier catedral que, con los brazos abiertos, rasgue las nubes, la luz crea espacios ciertos a partir de la materia insomne y pegajosa que se ancla a cada farola, crea transparencias donde antes un murmullo recorría la espina dorsal de ratas multiplicadas.
Las calles recobran su dimensión, las baldosas se ensanchan apretando al fiero tallo que brota de la simiente olvidada, el asfalto ya no desemboca, ya no es prismático ni sugiere la piel cambiante del océano. La vida cotidiana surge como una explosión de diarios gratuitos y zapatos ávidos, como unas finas hebras que hacen del espacio tiempo y del tiempo grito subterráneo e inaudible. Los Otros claman el bullicio, la algarabía yerma que asesina al silencio; no han afrontado los intersticios huidizos pero les circunda el vacío de sus propios ojos transparentes, el abismo de esas cataratas informes que caen con estrépito sobre una piedra pulida, sobre huesos que son ceniza ahogada e irremediablemente seca.
Sé de un sitio de galerías, de pasadizos intrincados que se cruzan y descienden. Caen hasta la raíz misma: al centro del grito. Desprenden un olor de acero, también de sangre viva. La luz, escasa, exacta, conquista profundidad en la penumbra y permite que las puertas se cierren sobre sí mismas y te encierren allí, en las galerías, en los espejos enfrentados, en huecos palpitantes.
Con los ojos entornados, una flor florece entre el polvo, un delicado mundo se expande, como la música, completamente sobre otro.
Entre eras se esconde.
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