miércoles, 31 de octubre de 2007

Hurtos al sol

Una caída hacia el centro de la caída misma, un remolino de vértigo que acumula humedad. Blanquísimas paredes. Así, yo.

Decidme, pues, buenos hombres, de dónde he caído, el lugar certero del desplome, allí donde la nube abraza al hielo y la luz cristaliza en ramas de cielo. Decidme, sí, me haréis un favor, en serio: ando perdido. No reconozco estos círculos que se extienden, estas montañas que se abren, estos deseos que mudan de piel y abandonan a la antigua sierpe, por siempre.

Uno tras otro, ciento y un buenos hombres se postran en fila en frente de mí, culebreando con espasmos calculados. Inútil. Cada áspero roce entre ellos es testigo de la distancia, de la infranqueable barrera de nuestra extensión. Brotan chispas que funden la mezcolanza de gritos, jadeos y murmullos, que nada me aclara. Veo sus rostros. Una cierta añoranza pesada es también familiar. Interrogo al pozo, vislumbro el abismo, huelo la última flor. Observo detenido el instante del relámpago, la descarga que brilla al apagarse...qué extraño este doble nacimiento: muerte y vida. El agua se congela en hueso. El precipicio avanza un paso y mi paso me asemeja a los hombres buenos. Otro cuerpo macilento encara la fila. Arremeto contra sus dudas. Mira hacia otro lado. Olvido. Ciento tres.


Con una cerilla prendida, tiritando, aún sin vestir, voy abriendo huecos en las esquinas ocultas, creo espacios tenues donde pringosas larvas quedan presas, fijas, con sombras alargadas. Mis botas grises ocupan su lugar de siempre.

Llueve. Las calles permanecen secas, amarillas.

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