jueves, 15 de noviembre de 2007

Teje que te teje

Un día tranquilo, de sol en las macetas, de brisa sosegada que te abraza y te rodea y te coge por todas partes. Un día tranquilo. Los besos vienen del mismo cielo, con una textura de nube, fresca y vaporosa, inaprensible. La yerba canta a mi paso. Es un día tranquilo. Los gorriones han desplazado a las palomas, y saltan, pilluelos, entre las verdes notas. Unas migajas de pan les echo, y saltan, saltan, no todos los días hay estrellas fugaces que llevarse a la boca. Sus besos vienen del mismo cielo.

Juegan con la luz los árboles, con esos dedos finos y delicados que llegan de la justa entraña de la tierra. La luz cambia con su temblor, con su preciso movimiento, y los colores alternan formas y el sabor ya no es el mismo, aunque dulce todavía. Las plazas parecen pintadas a pastel, cálidas y diáfanas, de formas juguetonas. Sacan los árboles las raíces de su entierro, y entre las ramas, a lo alto, junto al sol de anchas espaldas, un polluelo pía.

En el parque, un niño se afana en defender su fuerte de arena. Son las hojas, arrastradas por el soplo de una mariposa ausente, su feroz combatiente. De sus ojos, un destello, una inocencia absorta, un dios no recluido, un niño, un niño jugando. Violeta es su camisa de arena repleta. El fuerte resiste, no hay más que el deseo intacto, el deseo puro, para poder dar un paso entre dos mundos extraños. Un niño jugando, saltando una ilusión.

La dependienta de la panadería, esa joven de mofletes untuosos, saca del horno abierto una bandeja de pastelitos, que cubren la plaza entera de capricho y saliva expectante. Chocolate negro en su mullido trono. Con qué ganas le hincaría el diente, podéis creerme, no hay nada más efectivo para poner en blanco la mente. Abandonando un pensamiento fijo, abandonándome al sabor, al olor, a lo cercano, a todo cuanto desaparece, veo al niño llorar cubierto de polvo.

Una ardilla sube con la patas difusas un árbol, tan veloz como la punta de un rayo. Hoy no voy a tomar el tranvía. Me siento en el parque. Tengo una barra de pan de la panadería, tengo qué echarle a los gorriones.

Un día tranquilo. Cuántas veces, salvo hoy, quise un día tranquilo.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Hurtos al sol

Una caída hacia el centro de la caída misma, un remolino de vértigo que acumula humedad. Blanquísimas paredes. Así, yo.

Decidme, pues, buenos hombres, de dónde he caído, el lugar certero del desplome, allí donde la nube abraza al hielo y la luz cristaliza en ramas de cielo. Decidme, sí, me haréis un favor, en serio: ando perdido. No reconozco estos círculos que se extienden, estas montañas que se abren, estos deseos que mudan de piel y abandonan a la antigua sierpe, por siempre.

Uno tras otro, ciento y un buenos hombres se postran en fila en frente de mí, culebreando con espasmos calculados. Inútil. Cada áspero roce entre ellos es testigo de la distancia, de la infranqueable barrera de nuestra extensión. Brotan chispas que funden la mezcolanza de gritos, jadeos y murmullos, que nada me aclara. Veo sus rostros. Una cierta añoranza pesada es también familiar. Interrogo al pozo, vislumbro el abismo, huelo la última flor. Observo detenido el instante del relámpago, la descarga que brilla al apagarse...qué extraño este doble nacimiento: muerte y vida. El agua se congela en hueso. El precipicio avanza un paso y mi paso me asemeja a los hombres buenos. Otro cuerpo macilento encara la fila. Arremeto contra sus dudas. Mira hacia otro lado. Olvido. Ciento tres.


Con una cerilla prendida, tiritando, aún sin vestir, voy abriendo huecos en las esquinas ocultas, creo espacios tenues donde pringosas larvas quedan presas, fijas, con sombras alargadas. Mis botas grises ocupan su lugar de siempre.

Llueve. Las calles permanecen secas, amarillas.

viernes, 5 de octubre de 2007

tú y yo solo son voces

Déjame salir al viento de los naranjos,
y su zumo será dulce, limpio en nuestras bocas.


Escúchame, cierra todas las ventanas,
aspira la ceniza, los viejos sabores,
duerme con los ojos de una virgen
y siete espadas en el pecho.


Suplica como hicieron tus padres
el beso del peregrino;
¿no sabes que atrás, en los pueblos abandonados,
se están levantando las hoces?


Pura entropía de piel y miedo,
voz solitaria en medio del vidrio:
atravieso el patio, el origen,
y las veinte columnas
braman: es la cacería,
tiempo de escuchar cómo el agua
deshace las huellas de verano,
de un verano junto a ti
en la batalla y el horizonte,
cómo rompen los frutos
destilados por mi odio y mi raza,
destinados a separar.


Ni tan siquiera un trago
de los labios tatuados en mi espalda...


Ayer te vi, hermano, apagar lentamente una colilla,
mientras el humo acariciaba nuestros ojos negros y blancos.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Parpadeo fijo

Entre dos espejos el instante perdido concentra una continua disputa.

Y es que las puertas son de cristal, atravesadas por el destello súbito de un ojo amarillo y atroz. Desde lo alto, por encima de cualquier tótem, por encima de cualquier catedral que, con los brazos abiertos, rasgue las nubes, la luz crea espacios ciertos a partir de la materia insomne y pegajosa que se ancla a cada farola, crea transparencias donde antes un murmullo recorría la espina dorsal de ratas multiplicadas.

Las calles recobran su dimensión, las baldosas se ensanchan apretando al fiero tallo que brota de la simiente olvidada, el asfalto ya no desemboca, ya no es prismático ni sugiere la piel cambiante del océano. La vida cotidiana surge como una explosión de diarios gratuitos y zapatos ávidos, como unas finas hebras que hacen del espacio tiempo y del tiempo grito subterráneo e inaudible. Los Otros claman el bullicio, la algarabía yerma que asesina al silencio; no han afrontado los intersticios huidizos pero les circunda el vacío de sus propios ojos transparentes, el abismo de esas cataratas informes que caen con estrépito sobre una piedra pulida, sobre huesos que son ceniza ahogada e irremediablemente seca.

Sé de un sitio de galerías, de pasadizos intrincados que se cruzan y descienden. Caen hasta la raíz misma: al centro del grito. Desprenden un olor de acero, también de sangre viva. La luz, escasa, exacta, conquista profundidad en la penumbra y permite que las puertas se cierren sobre sí mismas y te encierren allí, en las galerías, en los espejos enfrentados, en huecos palpitantes.

Con los ojos entornados, una flor florece entre el polvo, un delicado mundo se expande, como la música, completamente sobre otro.

Entre eras se esconde.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Miércoles de ceniza

La vergüenza es la paz. Yo acudiré con mi vergüenza.

Antonio Gamoneda

Iré despacio,
caminaré al lado del muro
y habrá fuentes umbrías
a mis ojos y mi espalda.


Con la venganza se aviva el día,
toma su último camino el sol
mirándome a los ojos,
un libro de Neruda rompe
en el acantilado silencioso:
ningún sacrificio es hoy en vano,
bajo este suelo de arena y espuma
que muerde con rabia mis tobillos desnudos,
como rosa de los vientos
dibujando un amargo trazo del espíritu,
una frontera que rechazo,
algo mudo en mis puños, la simiente
del acebo ya estéril, tercamente estéril...

pero no, no tengas miedo, yo acudiré
como hace tanto tiempo,
me reconocerás fácilmente

(mi camisa, mi boca mojada)

y detrás de mí vendrá nuestro hijo cojeando.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Equilibrio

Equilibrio entre hombres cara a cara.

Cinco árboles blancos crecen a cada lado de sus muñecas.

No comparten la pureza del dolor,

ni tampoco la tierra rojiza que se forja en el espíritu;

comparten una lluvia densa

y un lugar bajo la marca sureña.


Un cuerpo cae, las plantas reverdecen.

Scintillae

I


El cuadro que olvidé en una ciudad lejana,

el cuadro nocturno,

el cuchillo lanzado al mar,

el árbol que espera una chispa en la lluvia,

el cuadro enterrado, vencido, deshilachado,

crece ahora como un río profundo, alza su cauce,

horada las mesetas

y escapa con la sangre de un desconocido en sus venas,

una criatura sin nombre,

una cumbre de pinceladas mudas y hambrientas.


II


Porque la traición no tiene sentido

cuando el techo es una cuerda gastada y húmeda.

Te mueves en espirales,

en un instante

tu pecho responde al silencio

y escapa por la ventana que dejé entornada alrededor de mi luminaria,

como si de noche esculpiera bosques

en las yemas de los dedos.


Se divide, remonta el alféizar,

convoca en mi brazo la desnudez de la piedra blanca,

virgen,

y mientras buscas en la espalda varada de aquel callejón,

yo clavo un collar en mi memoria:

un leve sabor a ginebra nos hace mirar atrás

y entregarnos a esta ley que lentamente

respira entre tu cuerpo y el mío.